sábado, 25 de abril de 2020

Verborrea romántica para encarcelados.


No es lo mismo caminar por la senda central de un parque, dejando en libertad el pensamiento, que hacerlo por un angosto pasillo, con el espíritu confinado en cavilaciones sobre la muerte y acerca del mínimo provecho que le hemos sacado a nuestro tiempo de vida. El lamento por las circunstancias que envolvieron nuestro pasado es siempre el llanto sobre un espejismo. El dolor por el amor que no pudo ser en parte por nuestra dejadez, en parte por no haber sido capaces de darnos cuenta de la inmensa felicidad posible que se abría ante nuestros ojos ciegos, es un sufrimiento de esencia musical. En la casa de nosotros mismos, sin el sol de la caricia que nos ilumine, a la sombra de un árbol ausente porque todo es artificial, la ironía del despertar es casi un sarcasmo que ridiculiza el propósito de hacernos artistas. Y sin embargo se baila con la idea de la serena alegría de un posible sentido literario para nuestro existir. Ah amigo, los hechos son perseverantemente concretos. Hay no obstante una posibilidad, un hilo de luz que penetra la grieta del grueso muro de la realidad. Creer con fuerza en el alma de las cosas, en un cielo en la tierra, en un paraíso en cada latido mientras el corazón funcione, en la risa compartida con el canto del ave que solitaria resuena ahora en la ciudad callada. Sí, hay una esperanza en la pureza de la nube blanca que anuncia al cálido verano sin el frío viento de la soledad. 

Yo veía en cada paso por el sendero natural
una idea con horizonte de futuro,
la vida envolviéndome para renacer.
Hoy mis movimientos entre seres artificiales
traen miradas con sello del recuerdo,
la muerte me llama a la desesperación.
Me duele el amor no estrenado
como los zapatitos del niño nacido muerto.
La literatura también daña sin piedad.
Espero el futuro verano virgen
como la página de un cuaderno sin letras,
La poesía del alma de las cosas, me sanará.

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