En el final de sus vidas se arrepienten
de las mentiras aceptadas como menores
y de los errores cometidos por desidia.
Y en mayor grado se culpabilizan
de los signos mostrados por urbanidad,
fachada de la prisión de los peores odios.
Se sienten viejos para la venganza
reconociendo su declive,
se ven incapaces para la esperanza
asumiendo sus premuras,
y abandonan el juego de la abundancia
amando las pequeñas cosas.
Temas que junto a la puerta de salida
adoptan mayor importancia que el oro.
Así la brisa, la hoja que nace en marzo,
el sol de finales de septiembre
y la mirada condescendiente de la vecina,
son un tesoro imposible de enterrar.
Un inventario de culpabilidad que expíe los yerros. Un abrazo. Carlos
ResponderEliminarEso entre otras cosas.
EliminarUn abrazo y gracias por el comentario.
A menudo esos tesoros se visualizan demasiado tarde.
ResponderEliminarUn beso.
La peor condena es no llegar a tener la iluminación de verlos.
EliminarUn beso y otro y otro más. Y muchísimas gracias por tus comentarios.